Publicada el 31 de enero de 2013 en La Hora
El otro día fui a la dentista. Una de esas cosas a las que uno va a sabiendas de que le espera una tortura.
Al sentarme en el sarcófago que representa la silla de los odontólogos, vi venir a la especialista. Sentí temor al observarla manipular sus instrumentos. Mi dolor era inmenso, sin que aún los taladros entraran en ese extraño mundo en el que se convierten las muelas, cuando se echan a perder pese a que uno las ‘trapea’ día y noche.
Todo iba bien, si se podría decir así, hasta que se me ocurrió preguntar por quién iba a votar la doctora. Luego empecé a sudar. Es que si esa pregunta puede generar riñas entre fraternos amigos, es inimaginable lo que podría pasar si una disputa política se produce entre un desvalido paciente con dolores crónicos y una respetable dama con un taladro cuyo sonido remueve hasta el subconsciente.
“No es buena idea pelearme por política con quien le está metiendo un gancho metálico a mis adoloridas encías”, me dije. Pero, el tema estaba hecho y había que enfrentarlo.
Nos dimos cuenta de que estábamos diametralmente opuestos en nuestras opiniones y a ella no le provocaron sonrisas mis posturas. Un silencio incómodo se apoderó del consultorio.
Propuse una tregua política que fuera lo suficientemente estable para que dure el tiempo en el que sus instrumentos andarían por mis adentros. Convenimos aplazar el debate. Usamos un guante de látex como bandera de paz.
Pese a que había una tregua firmada con la palabra, durante el procedimiento, gotas de sudor recorrían mi frente. Uno nunca sabe cuándo un pacto puede ser quebrado unilateralmente. Podría existir un ataque sin previo aviso.
Por una maniobra supuestamente infortunada, un profundo dolor me recorrió la encía, el ojo, la cabeza y el espíritu. Pensé que el acuerdo había sido abandonado. Vi con cara de desvalido a la especialista, esperando su piedad. Del otro lado no tuve ningún consuelo.
El dolor pasó, me parcharon la muela. Nos despedimos con una falsa cortesía. Me marché agarrándome la cara y pensando: Carajo, ya no hay lugar en el que uno se libre de la división política. ¡Ayayay!
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