Definir cuál es el producto periodístico de más impacto es tan o más difícil que saber cuál ha sido la dama más bella, la batalla mejor librada o el gol más fantástico. La historia del oficio está llena de grandes victorias y de espeluznantes derrotas. Mágico
Sin embargo, al tener que definir un trabajo digno de bañar de aplausos es preciso remitirme a los que he tenido la suerte de tener acceso poco tiempo atrás. A mis manos llegó el libro Lo mejor del periodismo de América Latina, hogar de papel de grandes historias realizadas por reporteros de esa parte del mundo.
Se trata de la publicación de 20 crónicas y reportajes que han ganado el Premio Nuevo Periodismo, reconocimiento otorgado por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Entre los textos recopilados por la organización, cuya cabeza más visible es Gabriel García Márquez, hay uno que especialmente llama mi atención porque demuestra un nivel de investigación que puede resultar, lamentablemente, poco común en los medios del ‘Nuevo Mundo’.
Se trata del reportaje Candelaria: La tragedia continúa. Este texto elaborado por la brasileña Ana Beatriz Magno cumple una función clave del periodismo que muchas veces queda de lado: no llenar las páginas de los periódicos con una tragedia puntual y luego olvidarla, colaborando así con la injusticia y la amnesia colectiva que amenaza a nuestras sociedades.
En julio de 1993, policías de Rio de Janeiro abrieron fuego contra un grupo de niños en el portal de la iglesia La Candelaria. El error mortal de los pequeños fue no entregar a los uniformados su cuota por permitirles vender drogas. Una pedrada dirigida a un coche policía fue la gota que derramó el vaso. La solución a los ojos de los representantes de la ley fue apretar el gatillo.
Sin embargo, en ese portal católico no sólo estuvieron los ocho pequeños que perdieron la vida. Magno investiga y logra averiguar el paradero de otros 71 niños que estuvieron esa noche en La Candelaria. Aquel día de 1993 Brasil le prometió a su sociedad y a los menores que los indemnizaría y que les garantizaría una vida segura.
La investigación publicada en tres entregas (3, 4 y 5 de diciembre de 2000) en el diario Correio Braziliense descubre que tras el olvido, 26 de aquellos niños murieron por balazos, golpes o sida; otros 29 están vivos pero rodeados de miseria, enfermedades y vicios; ocho pasan sus días en las cáceles por robo y tráfico de drogas; y siete están desaparecidos, probablemente sus cuerpos fueron abandonados en basurales o enterrados sin nadie que los llore y reclame.
Estos textos revelan en primera instancia una dosis importante de valentía por parte de la reportera, pues los testimonios e investigaciones fueron realizados en los barrios más peligrosos de una de las ciudades más conflictivas de Sud América. Pero para llegar no sólo hay que ir, sino que hay que saber ir. Si bien ese proceso no se incluye en el reportaje, queda entendido que previamente hubo un tiempo de aproximación, cautela y profesionalismo.
Esa espera paciente para conseguir las historias sin perder la vida o por lo menos la billetera en el intento, no es la única lección que deja en materia de periodismo este texto carioca. Me enfoco específicamente a las enseñanzas en el oficio, pues las lecciones sociales son gigantes, pero corresponden a los lectores del reportaje procesarlas, resumirlas e incorporarlas a su visión del estado de las sociedades de este bello, pero cada vez más precario mundo.
En el reportaje no hay actores menores, todas las víctimas tienen el mismo valor informativo y humano a los ojos de Magno. En el texto se logra detectar también un ejercicio de honestidad por parte de la reportera, pues el paradero de siete de los niños no queda claro, pero el lector entiende que hubo el esfuerzo por averiguarlo, que si no está en el texto es porque muy probablemente nadie lo sabe, sobre todo el Estado, que prefirió no saber sobre sus destinos. Para el poder es siempre mejor olvidar este tipo de capítulos.
La Candelaria logra reflejar la parte oscura de la sociedad brasileña pero por un mecanismo más directo e impactante. Los análisis realizados desde la frialdad de las salas de redacción tienen un valor lógico según el nivel de los datos manejados por el analista, pero sentir el olor de las calles, la crudeza de la sangre, el estruendo de las balas, es lo que hace que un reportaje logre calar con profundidad en la mente del lector.
No es por nada que este texto fue reconocido por la FNPI y sobre todo por el recientemente fallecido Tomás Eloy Martínez, quien editó el libro. El maestro argentino reconoce a Candelaria: La tragedia continúa como parte de los trabajos que logran dar un panorama de las sociedades latinoamericanas y que también sirve como “como un referente para los profesionales en ejercicio o como una fuente de inspiración para nuevos periodistas”. Es decir, algo digno de ser leído, comentado e imitado, pero enfocando la imitación como un querer ser, como un intento de lograr textos humanos y profesionales, como un incentivo para huir del cotidiano asedio de la mediocridad, el facilismo, el periodismo en matrimonio con el poder. Eso es algo que nos exige nuestra vocación, pero sobre todo es una labor de justicia con nuestros jefes, los lectores.
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