jueves, 8 de abril de 2010

El editorial: Letras envenenadas y luces en el camino

El editorial supera el significado de la opinión, es un reflejo de la comunión entre el periódico y sus lectores. Es la evidencia de lo que anhelan en conjunto.
Si bien el público no tiene directa influencia en el texto nacido de la dirección, debe reflejar una visión global y compartida. Paul Greenberg, ganador del premio Pulitzer, en un artículo que explica las herramientas del editorial y su importancia (un texto útil pero marcado por la antigüedad, pues el equilibrio de poderes es diferente hoy en día y merecería unos párrafos al respecto), corrobora esa idea al decir que el editorial establece una relación entre el diario y la comunidad. Asegura que debe reflejar valores compartidos y elevarlos.
Esto adquiere sentido porque los diarios no sólo están hechos de paredes, ordenadores, periodistas, directores y dueños, pues su alma es la de aquellos personajes anónimos que cada día sacan 1,2 euros del bolsillo y compran una visión del mundo, una óptica compartida.
Pero no se debe limitar a decir lo que la audiencia cree, pues también tiene una función tan o más delicada: guiar a los lectores hacia la construcción de una opinión lúcida y productiva.
El editorial, al tener que cumplir con estas delicadas misiones, incluso de carácter pedagógico, no puede ser un texto frágil, sin rumbo fijo. Greenberg advierte que se deben evitar frases como “este es un tema tan serio que debe estudiarse”. Bien dicho, pero poco contundente. Si se escriben ideas tan endebles, es mejor buscar oficios endebles y opinar no es menester para débiles.
Es como la diferencia entre una gota de agua y una de veneno cristalino. El editorial debe generar debate, matar ideas como el tóxico más potente y dar vida a otras como el antídoto más eficaz. El editorial de agua se evapora en la mente de los lectores. Por eso Greenberg recomienda que se piense mucho, proceso a primera vista primario, pero que en realidad delimita la vida del editorial.
¿A quién va dirigido? Pues a la historia. No es un arma para defender intereses, es un cincel para esculpir mejores democracias.

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