miércoles, 8 de septiembre de 2010

Marruecos: Ingenuidad y mordaza


Según Reporteros Sin Fronteras, solo el 1% de los marroquíes lee periódicos.


Bienvenidos a Marrakech, hora local 12:30, temperatura 41 grados centígrados.  Al bajar del avión y pisar la ciudad empiezo a sentir que me derrito, así como el calor de la inocencia derritió el objetivo primario de mi visita: preguntar al marroquí común sobre la hispanidad de Ceuta y Melilla. Pecar de ingenuo me dijeron; “es como ir a Alaska a averiguar sobre la ley de migración de Arizona”, comentó un colega de Madrid. Pero Marruecos me estaba esperando para asustarme y desnudarse, restregarme en la cara que es un país que no acelera pero tampoco frena, que retiene pero no encarcela, donde la libertad tiene un concepto inestable.
El panorama se divisaba espinoso. Además, en mi hoja de vida no presumo de hablar árabe ni francés, lenguas en las que transcurre la vida en esos parajes. Me sumergí en la Medina, el centro de la ciudad. Recorrí laberintos color café, donde a cada paso un olor impregna el cerebro, donde hay que esquivar motos, niños, comerciantes, guiris y cucarachas. Donde la frase “hola amigo, ¿quieres porros”? da la bienvenida en cada nueva callejuela. Esa oferta psicotrópica es lo mucho o lo poco que saben de español en esa zona del Magreb.
Mientras fotografío una cabeza de camello que solitaria me sonríe desde la percha de una carnicería, viene a mi mente Ramón Lobo, experimentado corresponsal de El País. “Las primeras fuentes siempre son el taxista que te recoge en el aeropuerto y tu intérprete”, decía en una conferencia. Un intérprete sería una buena idea. Como aún tenía saldo en la cartera de la ingenuidad acudí al caer la noche a la estación de policía de la céntrica plaza Jemma el Fna, catedral del cuscús con pollo. Escándalo generalizado entre los policías de la puerta cuando me delaté periodista. Advirtieron que no puedo andar por la calle investigando sin la venia del Gobierno. Para lograrla había que hablar con el jefe, que se escondía tras una densa nube de humo, con un cigarro en la mano y otros cuantos moribundos en el cenicero. Eran las diez de la noche.
Mis documentos inician ahí una intensa sesión de manoseos y revisiones por decenas de ojos. El pasaporte ecuatoriano es para ellos casi un animal exótico, casi como para fotografiarse junto a él. Una orden en árabe provoca que me tomen del brazo y me conduzcan a un coche policial, una furgoneta que arrancaron sin cerrar aún la puerta. Ni inglés, ni español, ante mis ojos se perdían las luces de la ciudad e iniciábamos un recorrido por una carretera oscura, en cuyas tinieblas vi pasar mi vida e imaginé portadas de periódicos del día siguiente que informaban de mi deceso.
De la nada, un cuartel policial. En penumbras como el desierto que lo rodea. Los policías ingresan y buscan algo en el interior del edificio, hablan por radio, por móvil, suben y bajan escaleras. Al final de un pasillo se esconde una luz. Es una oficina habitada por un oficial que reza sobre el suelo. Se pone de pie e inicia un largo interrogatorio. “Pasaporte y credenciales”, pide uno en un inglés escolar. Exigen explicaciones del lugar de nacimiento, escuela, instituto, universidad, medios en los que se ha colaborado, número de hermanos, en fin, sólo faltaba saber a qué edad perdí la virginidad. Todo lo apuntan en un papel cuadriculado. Llamadas, decenas de llamadas. Gritos en árabe. El retrato oficial del Rey mira impasible la escena.
Uno de los policías explica que en Marruecos el periodismo se hace con permiso de la autoridad. Asegura que cada día, los reporteros locales deben solicitar autorización para cualquier cobertura. Cuando le pregunto si dan permiso para escribir sobre cosas que les puedan afectar como institución, cambia la cara, hace señal de negación, no responde. Son las tres de la madrugada.
Entran y salen del despacho con el pasaporte y el móvil. Cuando el reloj marca las cuatro regresan con la novedad de que el jefe del jefe del jefe… ha dicho que para poder hablar con los ciudadanos de Marrakech, es preciso tomar un autobús durante ocho horas hasta la capital, Rabat, e iniciar un largo y agotador proceso en el Ministerio de Información. “Usted no puede hacer nada en Marruecos, estaremos pendientes”, dice el único que chapucea inglés.
Otro oficial de nombre Izaf se ofrece a conducirme hasta el hotel. La carretera se vuelve eterna, ya se empiezan a ver rayos de sol. Al llegar estaciona y entra hasta la recepción, espera y antes de irse lanza una señal que tiene un solo sentido: con el dedo índice en el ojo derecho advierte que estarán vigilando.

“Marruecos es un país café con leche”
En su despacho de Madrid, el periodista de diario El País Xavier Valenzuela escucha esta experiencia y ríe al notar lo pecados en la cobertura. “No puedes llegar y delatarte como periodista”, dice en tono burlón, pero con razón, ha sido corresponsal en Rabat durante tres años, de 1988 a 1991.
Valenzuela no niega que el Reino de Marruecos sea un territorio hostil para la libertad de prensa, pero destaca que hay que juzgarlo en su contexto. “Para ser un país musulmán del norte de África no está mal. No es comparable con el Irak de Sadam Hussein, donde si te pillaban te llevaban preso y te acusaban de espía”.
Asegura que las restricciones para la prensa extranjera son más burocráticas que tiránicas. Como quien agradece algún favor elemental dice: “por lo menos la vida del periodista no está en peligro”. “Es un país café con leche, semi tolerante semi controlador. Claro que está por debajo del estándar occidental, pero para su contexto no está mal. Yo le doy un 3,5 sobre 10 en cuanto a libertad de prensa.
Valenzuela reconoce que los periodistas locales son los que la tienen más “chunga”. Si se vulneran los límites del respeto a la monarquía y los de la “unidad de la patria” (esto último es en referencia al conflicto del Sahara occidental), la cosa se puede poner más difícil. Cierre de medios, cárcel, multas. Aun así, Valenzuela asegura que podría ser peor. “Por lo menos logras publicar, aunque luego te cierren el medio”.
Reporteros Sin Fronteras no ve la situación en Marruecos con el mismo positivismo. La organización ha denunciado que desde  1999 (cuando ascendió al poder el rey Mohamed VI) los periódicos marroquíes han sido condenados a pagar multas con un valor de 2 millones de euros y los periodistas a penas que suman cerca de 28 años de cárcel. La ONG asegura que “la justicia pone en marcha todo su arsenal para intimidar y asfixiar a la prensa independiente”. Esta organización ha pedido reformas al Rey, pero en Rabat solo hay oídos sordos. Según Valenzuela no las habrá. “El reinado de Mohamed VI está en decadencia”, sentencia.





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